lunes, 26 de marzo de 2012

Decepción, miles se quedan sin ver al Papa


Por Gabriel Mercado

Silao, Guanajuato. En un hecho sorpresivo y sin precedentes, miles de fieles que acudieron con fe y devoción a ver la misa del Papa Benedicto XVI, vieron convertidas sus esperanzas en terrible decepción.

Jóvenes, ancianos, niños, personas en sillas de ruedas, mexicanos de diversos estados y gente de otros países se quedaron sin poder acceder al evento con el que cerraría con broche de oro el Papa su primera visita a México.

Muchos esperaron largas horas o viajaron cientos de kilómetros con tal de ver al Sumo Pontífice, pero sus esfuerzos fueron en vano.

Faltando 10 minutos para iniciar la misa, que estaba programada para las 10 de la mañana, hora local de León, el Estado Mayor Presidencial decidió cerrar la entrada, con miles haciendo una fila de más dos kilómetros.

Llegada y espera. A las tres de la mañana arribó la delegación de la iglesia de San José, de Culiacán, a la cual venía acompañando EL DEBATE en este viaje, el cual planearon con un mes de antelación.

Luego de salir de Guadalajara a las 23:00 horas, llegaron sin contratiempos a Silao, Guanajuato, donde sería la misa de Joseph Ratzinger. Aún estaba muy oscuro, y decenas de autobuses ya ocupaban el área del estacionamiento. Juntos, en fila y casi a tientas, avanzaron junto con otros grupos que arribaban al Parque Bicentenario.

Luego de avanzar varios metros entre el laberinto de vehículos, se toparon con una impresionante hilera humana, a la cual no se le veía inicio.

Se colocaron al final, como muchos otros fueron haciendo. Ancianas y ancianos, algunos en sillas de ruedas, y familias con sus bebés en brazos o en carreolas.

Aunque era de madrugada ya había vendedores en los alrededores, con sillas, sombreros, playeras, llaveros, imágenes religiosas, bebidas, comida y un sinfín de artículos conmemorativos del evento.

La fila avanzaba al principio con cierta agilidad, pero después se volvió lenta y pesada.

Aún así, y pese al transcurso de las horas y el insomnio, los asistentes no decaían en su ánimo. Con porras, rezos y cantos, se mantenían activos, despiertos y contentos.

Vigilancia. Aunque al principio de la “cola” se veía de vez en cuando pasar patrullas de la policía y el Ejército, conforme se avanzaba se veía la verdadera fuerza de seguridad desplegada.

Después de un primer filtro, donde había una barrera que abrían cada 15 minutos para dejar pasar a los grupos, podía observarse un policía federal cada 10 metros.

Además, en las orillas del camino, que era una carretera de dos carriles, se veían apostados militares a lo lejos, y cada cierto tiempo sobrevolaban helicópteros la zona.

Fervor. Pero el avanzar de la gente no era igual al del tiempo. Aunque la delegación de la iglesia de San José había pasado el primer filtro, aún no se divisaba dónde estaba el segundo. Eran ya los ocho de la mañana, y se había avanzado cerca de un kilómetro en cinco horas.

Poco a poco los fieles se acercaban a la meta, pero también las manecillas corrían su febril marcha. Surgieron las porras vitoreando a Benedicto al escucharse al fondo los coros donde estaba el altar.

“Benedicto hermano, ya eres mexicano”, gritaban entusiasmados.

Conforme se acercaba la hora, observaban pasar los helicópteros y decían “ese es”, “en ese viene”.

La sorpresa. Pero faltando 10 minutos para empezar la misa, la fila dejó de moverse, se detuvo así como los corazones de miles que aguardaban su turno.

La muchedumbre comenzó a preguntarse qué ocurría, por qué no se avanzaba estando tan pronto por empezar el evento y tan cerca de llegar al objetivo.

“El Estado Mayor cerró la entrada”, atinaron a decir unos policías federales. “Ya nadie va a pasar”, sentenciaron.

Muchos no lo creyeron y se formó una turba en la última barrera que cuidaban un puñado de policías y un destacamento armado de soldados con una camioneta.

“Queremos ver al Papa, queremos ver al Papa”, gritaban los fieles frustrados que se aglutinaban en la barrera, algunos agitando en manos los boletos que se supone les garantizaban el acceso.

Los agentes policiacos de inmediato se pusieron el equipo antimotines, y mientras resonaban los gritos y reclamos de los asistentes, la atmosfera se tensaba cual liga a punto de romperse.

Entonces un sacerdote, que bien en ese momento pudo pasar como un ángel guardián, se aprestó a hablar desde un costado y recordarle a la gente que venían a rezar, orar y estar en paz con Dios.

Sus palabras lograron amainar los ánimos. “Recemos para ver al Papa”, dijo uno en la multitud. Y empezaron a entonar el Padre Nuestro, seguido de un Ave María.

Nada pasó. Los policías seguían inmóviles, con el miedo oculto tras sus escudos, La gente terminó la oración y se quedaron quietos, calmos, para luego, cabizbajos, comenzar a retirarse.

Algunos seguían ahí. Deambulaban con la mirada perdida sin atinar a dónde dirigirse. Unos se aferraron a una reja tratando de atrapar los sonidos lejanos de la liturgia. Otros supieron que una estación de radio hacía la transmisión y sacaron sus celulares para escucharla.

Unos policías se compadecieron y acercaron sus patrullas y abrieron las puertas para poner la estación. Otro agente fue más allá y abrió una reja que permitió a varios subir una loma y escuchar con mayor claridad las distantes bocinas, y ver de lejos el lugar donde estaba el Papa, aunque sólo se distinguían en realidad unos cuantos autos y parte de la edificación.

Muchos tal vez no lo notaron… pero ahí, sin duda, ocurrió un milagro.


*Parte de esta crónica se publicó en El Debate de Culiacán.

*Foto: Jesús Alberto Pérez Cueva.



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